lunes, 15 de octubre de 2012

El monstruo que vivía debajo de la cama



Abrió primero un ojo, después el otro, y el brillo insoportable que entraba por la ventana le dio de lleno en la cara. Sintió una pequeña descarga eléctrica. “Otra vez”, se dijo. Siempre ahí. Se desperezó lentamente con la sensación de haber dormido acurrucada, incómoda; se acomodó los cabellos y trató de despertar de ese sueño habitual que la aturde, esa sensación de estar recluida en una habitación desconocida. Desde el techo del dormitorio, la lámpara parecía vigilar sus movimientos; a un costado, las sábanas marcaban el inicio del precipicio que no se animaba en ese momento a mirar. Tenía ganas de orinar, pero las piernas no le respondían, parecían amarradas a la cama. Como todas las mañanas, no supo cómo había llegado a esa situación. Comprendió que soñaba una y otra vez con lo mismo. “Por suerte desde aquél día Diego duerme bien”, buscó consolarse Marta mientras se levantaba.
Recordaba perfectamente aquél día, era un martes, el martes 16 de julio. Ese día, Diego, su hijo, salió corriendo de la cocina como alma que lleva el diablo. ¡Diego!, le gritó, ¡es la hora de la leche! “Ya voy, ya voy” recibió por respuesta. Desde la ventana de la cocina podía verlo junto a una pequeña pandilla de chicos sumida en una febril actividad. Apenas se dió cuenta cuando entró en la cocina otra vez y a la carrera escapaba con el colador y un abrelatas en la mano. ¡Diego!, repitió un poco más imperativamente cuando él ya atravesaba la puerta. Para su tercer intento, ya estaba preparada cortando su paso al aparador. ¿Qué están haciendo?, le preguntó. “..Crispin…..de la cama…...necesita…..” es todo lo que alcanzó a entender antes de que escapara nuevamente, esta vez con un cucharón. “Bueeeno, son chicos”, “alguno de ellos habrá traído un nuevo juego”, pensó ingenuamente. “No parece que hagan nada malo”, trató de convencerme, aunque aquél montón de tierra le llamó un poco la atención. Toda esa actividad de los chiquilines en el jardín vecino duró hasta casi hacerse de noche.
Antes de volver a su casa, Diego y su grupo, en cuclillas junto al arbusto parecían estar consultando con alguien que no se alcanzaba a distinguir con la poca luz del día que quedaba. Diego estiró el brazo una vez más. Una pálida luz, muy tenue, iluminaba al grupo. Otro de los chicos hizo una pausa y dijo “Vamos”. Un tercero saltó del pasto al pozo que habían cavado. El resto lo siguió. Diego encogió los hombros y entró. Las paredes estaban cubiertas de un musgo verde esmeralda y del fondo llegaba una luz brillante que crecía a cada segundo. Cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. En la siguiente milésima de segundo, esa tenue luz se convertiría en una brillante radiación que todo lo cubriría, impidiendo el movimiento de todo ser vivo a su alcance. Recién ahí se dio cuenta quién era Crispin: ese monstruo que Diego decía que encontraba a los pies de su cama cada noche, esperando pacientemente la llegada de aquél día.