miércoles, 30 de abril de 2008

De como las rosas nos hacen ver visiones

En los Estados Unidos, el precio de las pastas secas se incrementó 20% desde octubre pasado, y el de la harina aumentó poco más del 19% desde mediados de 2007. Más aún, los precios de los alimentos y de las bebidas están creciendo a razón de 4% al año, el mayor crecimiento en casi dos décadas. Ante este panorama, la asociación americana de panaderos sugirió que las exportaciones de trigo americano debían ser suspendidas.

Vicky Hird, activista ambiental especializada en alimentación y que pertenece a la organización “Amigos de la Tierra”, dijo que “la producción de alimentos debe sufrir un cambio radical para prevenir una catástrofe global. Se deben dejar de priorizar los beneficios del negocio agrícola por sobre el bienestar de millones de personas pobres de todo el mundo”.

Una vez más, los precios de los commodities afectan el nivel de vida de los argentinos. Hoy, por la inflación que conlleva, en los ’90 -a través de la apertura indiscriminada-, afectando a la producción local e impulsando la pérdida de puestos de trabajo.

La experiencia de la economía argentina durante los ‘90 muestra un resultado luctuoso para la misma. La apertura de la economía, en conjunto con el abaratamiento del dólar –que creaba un falso efecto riqueza- no mejoraron la distribución del ingreso, por el contrario, la competencia de productos importados que, en muchos casos competían con los nacionales, produjo una prolongada pérdida de puestos de trabajo y, como consecuencia, una peor distribución del ingreso. En octubre de 2000, al momento de actualizarse la metodología y la canasta de bienes y servicios del IPC, se incluyó en aquella canasta -todavía vigente- todo tipo de bienes importados, desde rosas ecuatorianas de 50cm. de tallo hasta whisky, salmón, oporto, y aún en productos de consumo masivo se elegían aquellas marcas importadas que asegurarán cierta estabilidad de precios. La deflación, que en apariencia parecía una buena noticia -porque permitía la baja de los precios al consumidor-, era resultado de la recesión. Como ejemplo, en 1997 -luego de la crisis asiática-, cayeron los precios de los commodities, induciendo a la baja los precios de los productos exportables y consecuentemente los precios de venta internos. Así, el Índice de Precios General del Comercio Exterior registra una caída de 21,5% entre 1997 y 2003; el Índice de Precios de los Productos Primarios cayó 35,5% en el mismo período; los precios de las Manufacturas de Origen Agropecuario descendieron 20,7% entre 1998 y 2002; y por último, el Índice que mide la evolución de los precios de las Manufacturas de Origen Industrial muestra un descenso de 16,8% en el período 1996-2003.

La desregulación y la apertura indiscriminada son una parte importante de los instrumentos que utilizó la administración económica menemista-cavallista para reducir los precios. La caída de los precios internos –por la sustitución de estos productos por bienes importados a menores precios-, y su impacto en el IPC, al tiempo que destruye a los productores locales, empuja hacia la pérdida de puestos de trabajo.

La nueva configuración económica que postulaba la Convertibilidad, dio lugar a la conformación de nuevos grupos de perdedores y ganadores. No fueron sólo los sectores menos concentrados y más desprotegidos los que sufrieron la mayor cantidad de quiebras y de pérdidas de empleo. La apreciación del peso provocó una fuerte contracción de los productores de bienes transables, mientras que los sectores no transables, como lo son los servicios, vieron acrecentar sus ganancias en dólares. La "eficiencia" de la producción extranjera competía contra la producción local. Dicha diferencia entre la “eficiencia” del aparato productivo local y el extranjero estaba dada –en términos macroeconómicos- por el tipo de cambio. A este factor fundamental deben sumarse consideraciones microeconómicas relacionadas con la función de producción de cada actividad. Así, mientras los sectores en los cuales la Argentina tenía ventajas competitivas, que les permitieron subsistir ante una apertura salvaje de la economía como la ocurrida en los ‘90, otras actividades, como por ejemplo la textil, el sector de juguetes, las industrias metalúrgicas livianas, la industria del mueble, etc. se vieron condenadas a la desaparición, reemplazando producción por importación.

El problema es que la inversión y el consumo entran en un espiral de contracción de la cual es difícil escapar. La primera se retrae, afectada por la falta de rentabilidad en los sectores transables. El segundo cae, debido a que el desplome de salarios y el aumento del desempleo impactan no sólo en el ingreso disponible de los consumidores sino en su propensión a gastar.

Así, mientras los miembros del establishment económico local intentaban distintas respuestas al fenómeno sin atacar su base fundacional -“el país está reacomodando el precio de los bienes no transables….con los que se comercializan internacionalmente, que se desplomaron por efecto de la crisis asiática…Si caen poco a poco, el proceso será más largo; cuando los precios se equilibren, el país saldrá del círculo de deflación y recesión”-, la realidad mostraba otra cosa.

Desde el otro extremo del pensamiento económico, Keynes postulaba que la deflación causaba más daño a una economía que la inflación, porque conducía inevitablemente a la desocupación y a la crisis, como se iba a demostrar en los años ‘30. Por otra parte, sostenía que la llamada ley de Say, según la cual la oferta crea su propia demanda, no funcionaba, y que una caída de la actividad económica no se superaba simplemente gracias a las fuerzas autorreguladoras del mercado. El Estado debía jugar así un rol esencial en la recuperación de la economía a través del gasto y de la inversión pública y del estímulo al consumo y a la inversión privada.

En los noventa, el país sufrió el efecto de la desindustrialización y crisis, con los consiguiente cambios negativos en la distribución del ingreso. En esa década, la apreciación cambiaria no tuvo siquiera un tenue efecto distributivo favorable a los sectores de bajos ingresos, porque con una economía desprotegida de la competencia de los productos industriales importados, el dólar barato significó un veloz crecimiento de las importaciones de bienes que redundó en una notable y prolongada pérdida de puestos de trabajo, elevado desempleo y, en realidad, una peor distribución del ingreso. Hoy, 17 años después del comienzo de la Convertibilidad, el país sigue sufriendo sus consecuencias.

Cualquiera que se beneficie de esta situación, lo hace a expensas del crecimiento de la economía, del desarrollo de los sectores más desprotegidos de la sociedad.

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