domingo, 18 de mayo de 2008

En defensa de la seguridad alimentaria y el trabajo argentino

De acuerdo con un informe de la Organización de Alimentos y Agricultura de Naciones Unidas (FAO, según sus siglas en inglés), los precios internacionales de los cereales han continuado subiendo durante los dos últimos meses. “Una combinación de factores, como una menor producción debida al cambio climático, reservas con niveles históricamente bajos, mayor consumo de carne y productos lácteos en países emergentes, mayor demanda para la producción de biocombustibles y un mayor coste de la energía y el transporte han originado estas subidas del precio de los alimentos”, según explicara el Director General de la FAO, Jacques Diouf. En los Estados Unidos, el precio de las pastas secas se incrementó 20% desde octubre pasado, y el de la harina aumentó poco más del 19% desde mediados de 2007. Más aún, en ese país los precios de los alimentos y de las bebidas están aumentando a razón de 4% al año, el mayor crecimiento en casi dos décadas. Muchos países productores, a raíz del aumento de los precios, han tomado medidas para evitar que esa expansión en los mercados internacionales se traslade a sus mercados internos. Por caso, la asociación de panaderos de los Estados Unidos sugirió que las exportaciones de trigo de ese país debían ser suspendidas. Vicky Hird, activista ambiental especializada en alimentación y que pertenece a la organización “Amigos de la Tierra”, dijo que “la producción de alimentos debe sufrir un cambio radical para prevenir una catástrofe global. Se deben dejar de priorizar los beneficios del negocio agrícola por sobre el bienestar de millones de personas pobres de todo el mundo”. Sorprendentemente, parecería ser que en el único país en el que el incremento de precios de los alimentos tiene impacto en el índice de precios al consumidor, y genera polémica, es la Argentina. Esto no es así. En Estados Unidos, España y Francia, entre otros, los consumidores –y la prensa- se cuestionan cada vez más si el índice de precios refleja fehacientemente la realidad cotidiana de los precios. Una vez más, los precios de los commodities, si se dejara actuar libremente al mercado, afectaría el nivel de vida de los argentinos. Hoy, por la inflación que conlleva; en los ’90 -a través de la apertura indiscriminada-, afectando a la producción local e impulsando la pérdida de puestos de trabajo. Por eso es importante que la acción del Estado permita convertir –mediante la utilización de instrumentos de política pública- la desventaja del encarecimiento de los alimentos en beneficios para la totalidad de la población, al ser un país productor de mercancías con demanda mundial y precios crecientes.

Hace unos días, el Premio Nóbel de Economía, Joseph Stiglitz, afirmaba en estas páginas que “gran parte de la inflación que enfrenta la Argentina se puede comparar con lo que ocurre en todo el mundo con la suba de productos energéticos y agrícolas. Esta inflación es muy distinta de la inflación clásica creada por la demanda interna. Es mayor en los países en vías de desarrollo porque tiene mayor impacto en la canasta alimentaria”. También agregaba que “los precios de los commodities están en aumento y hay pocos instrumentos para [detener] esos precios galopantes; uno de ellos son las políticas de impuestos a las exportaciones”. Resistidas por los sectores agrícolas, las retenciones a la exportación de granos no son las portadoras de todos los males, según anuncian a diario los miembros del establishment económico local. Por el contrario, según un exhaustivo análisis de Javier Rodríguez y Nicolás Arceo, la adopción de un tipo de cambio “competitivo” determina una matriz de distribución de la renta agraria distinta, “una parte de la misma es transferida al Estado, quien resulta mediador en la apropiación de renta entre el sector agropecuario .…y el destino final de ésta. Otra porción de renta contribuye a abaratar los precios de los alimentos y, de esta forma, disminuye el costo de la fuerza de trabajo permitiendo un abaratamiento de la mano de obra e incrementando la competitividad externa de la economía”. Es evidente que los instrumentos tradicionales para bajar la inflación como la retracción de la demanda, la suba de las tasas de interés y la revaluación de la moneda local, propuestos en toda ocasión y lugar por los economistas ortodoxos, resultarían inútiles ante las actuales circunstancias internacionales. Como algunos pocos economistas se animan a afirmar en público: “la mejor forma de distribuir el ingreso es cobrar impuestos”. Si echamos mano de la Distribución Funcional del Ingreso -que señala cuánto de lo producido por la economía va a los trabajadores y cuánto queda en las empresas-, como herramienta de análisis del proceso de crecimiento y desarrollo de la economía, así también como marco de análisis de la equidad distributiva, nos encontramos -según los datos elaborados por la Dirección Nacional de Cuentas Nacionales del INDEC-, que a fines de 2007, la masa salarial representaba el 43% del producto bruto interno (PBI) medido en precios corrientes. Aún no llega al índice del 50% estimado para la década de 1950, pero la tendencia sigue siendo positiva.

La mejora en las condiciones de vida de la población requiere mantener el tipo de cambio diferencial actual, en base a las retenciones a la exportación. Cualquier otro camino, se hará a expensas del crecimiento de la economía y del desarrollo de los sectores más desprotegidos de la sociedad.


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